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Cicatriz

julio 17, 2008

       Por lo general suelen ser las mujeres quienes se percatan. No es muy visible, pero con un poco de atención cualquiera puede notarlo. Siempre es igual: al principio preguntan con cierto temor o por medio de un chiste estúpido. «¿Te quisiste suicidar y no te salió?» Así es: la curiosidad femenina puede ser una luz intensa  que abriga la esperanza remota de conocer al otro. Y ser felices. O la causa de nuestra ceguera. Yo, estoy anotado en el segundo club. Y dentro de poco, seré vitalicio.

    La cicatriz de mi muñeca izquierda inspira respeto y una sospecha insana. Es fácil pensar en el rastro de un intento fallido de suicidio. Pero no, no lo es. La cicatriz  -una línea imperfecta con cuatro puntos que desentonan con mi piel- atraviesa la muñeca de manera horizontal y no vertical. Si hubiera querido terminar con mi vida, seguramente habría realizado un corte mucho más efectivo. Mayor precisión. Pero no fue así: al menos hasta el momento.

  Si me preguntan siempre cuento la historia. Sé que defraudo con mi relato pero me atengo a los hechos para no crear expectativas que no podré cumplir. «Fue en una riña», digo, y acentúo la honestidad y la desesperación de ayudar a un amigo. De salvarlo de una paliza tremenda. Las mujeres se alivian al saber el motivo de mi cicatriz y los hombres insisten en conocer los detalles. Ambos morbosos. La piedad es una palabra que tan sólo existe en la biblia y está bien que sea allí donde se quede. Éste no es el reino de los cielos.

 Tengo muchas cicatrices, heridas y golpes en mi cuerpo. No creo que eso sea de por sí un signo valioso a tener en cuenta. Detesto el machismo y el culto a la hombría me parece la medalla de los salvajes e ignorantes. El mundo está lleno de bestias que se muestran como héroes y por la noche se mean en la cama. El oro de los brutos no cotiza en mi corazón.  Eso es la vida a veces: una farsa que todos representamos de manera abrupta.

  Mis heridas son leves, pequeñas, intrascendentes, pero se mantienen para recordarme que he sido un poco travieso y tarambana. Como todos. Son otras heridas las que me preocupan y me mantienen inquieto. Mi cicatriz preferida es la de mi ceja derecha. Un corte arriba del ojo, sufrida a los dos años, que casi me deja ciego a medias. Un descuido como el de cualquier otra madre. Ella ya está perdonada. Algún día tal vez lo cuente. Con el paso del tiempo he sabido capitalizar mi cicatriz en la ceja derecha para la treta vil de conquistar mujeres. No tengo muchos más atributos. Al menos, a simple vista.  Y lo de la ceja sólo sirve para la conquista: no para lograr que se instalen definitivamente a mi lado. Y limpien mis heridas.

  Tenía veintiún años y la obligación de divertirme los fines de semana. Divertirse por obligación es la constatación absoluta de que nuestras vidas son plenamente aburridas. Nos pensamos como una propaganda de Gancia llenos de plenitud y no somos más que vino adulterado en el Gran Buenos Aires. Rancio y picado. Un dique a punto de estallar: así somos. Queremos frenesí y alegría y tan sólo obtenemos tedio y cansancio.

  Ese sábado fuí a la casa de Santiago como a las ocho de la noche a escuchar unos discos nuevos que se había comprado y a cenar. Siempre fuimos muy amigos, pero en ese entonces éramos casi hermanos.  De esos hermanos que están en las buenas y en las malas. O que pierden el tiempo juntos por falta de planes más audaces.

  Cervezas para apreciar los discos, vino tinto para acompañar la comida. Tal vez whisky para distendernos. Estábamos fascinados con Bowie. «The Motion Picture» el último disco de Ziggy Stardut and the Spiders of Marts sonó toda la velada. Nos parecía un disco crudo, genuino y desquiciadamente rockero. Alguien llamó y nos invitó a una fiesta. Habíamos salvado la noche, pensamos. A nuestra pequeña odisea se sumó su hermano sanguíneo. Estábamos contentos, dispuestos a encontrar mujeres para soportar el tiempo despidiendo a la soledad por una temporada efímera. Y con dinero en los bolsillos, bebida en el alma y deseo en nuestras vergas, nos metimos en un taxi directo hacia Palermo.

  Nunca supe por intermedio de quién llegamos a esa fiesta. La locación era una casona típica de Palermo. Mucho bochinche, muchas minas bonitas, mucho sudor, mucho alcohol, mucho boludito de la luna, pocas luces, nada de suerte desde el principio. Como siempre: una fiesta que promete y luego decepciona. Como siempre: derecho hacia la barra. Tom Collins o Destornillador: intentamos en vano ser personas elegantes y con piné. Invitándonos bebidas unos a los otros: camaradería. Tal vez no lo sepan pero lo importante en una fiesta es tener siempre un vaso en la mano y no perder la paciencia. Dimos vuletas y vueltas, como tornados amenazantes.

  La música no era mala pero nunca se puede confiar en un dj. Perdón, nunca se puede confiar y listo. Perdí a mis amigos entre la gente y me encontré, de pronto, seduciendo a una señorita de cabello castaño. Es una obviedad escribir que a esa altura de la noche yo ya estaba bastante bebido. Pero no tan obvio decir que no me encontraba derrotado. Bailamos, nos besamos y nos mentimos mutuamente para que todo quedara perdido en esa noche. Los otros invitados se estaban yendo pero yo no tenía ganas de quitar mis manos de sus tetas rosadas. Ella disfrutaba y yo disfrutaba y la realidad era el simple decorado de un sábado que ya comenzaba a morir por agotamiento. Nos fuimos a la cocina de la casona y nos fumamos un porro que ella tenía en la cartera. Hacíamos un descanso para continuar luego con nuestras caricias en un hotel barato de la zona. Nos reíamos de nuestras desgracias cuando un inoportuno llegó para anunciarnos que todo tiene un final. «Se terminó la fiesta», dijo el idiota. Recuerdo ir caminando por un pasillo rumbo a la puerta de salida y escuchar muchos gritos de mujeres y golpes y corridas. Al abrir la puerta encontré a mis amigos peleando con por lo menos ocho personas. Al principio intenté separar, pero las acciones se sucedían de manera vertiginosa. La violencia acelara la percepción de los hechos de una manera escandalosa. La propia, claro, la otra se puede observar tranquilamente desde el sillón de casa.  Santiago estaba tirado en el piso, unos tipos lo pateaban. Su hermano forcejeaba con otros. No lo pensé ni un segundo y con una botella intenté detener esa matanza. No sé en qué momento dos de los tipos intentaron reducirme y la botella cortó mi muñeca izquierda. Las mujeres gritaban y la que estaba conmigo se había ido tan rápido como había llegado.

   Alguien que prefiere el orden a la sangre llamó a la policía. Juro que no fui yo: odio tanto el orden, como la sangre, como a la policía. Cayeron unos agentes de civil. Los agresores ya se habían ido con la victoria de su batalla para comentarla al otro día. Los policías nos pidieron los documentos y uno de ellos me dio un pañuelo para hacerme un torniquete en mi muñeca izquierda. «Es profunda y sangra bastante, sería mejor que fueras a un hospital». Ellos no estaban dispuestos a llevarnos ni a la esquina. Santiago puteaba y ahí pude ver que le faltaban, al menos, cuatro dientes. Su hermano, apenas podía mantenerse en pie. Los policías, como la mujer con la cual yo estaba, se fueron como vinieron. Doloridos, ensangrentados y cansados nos fuimos caminando hasta la Avenida Juan B. Justo. Teníamos un par de cuadras por delante. Recién habíamos caminado un par de metros, cuando otros policías,  estos uniformados, nos dieron la voz de alto y nos gritaron que teníamos que ponernos contra la pared. Yo lo hice, y el hermano de Santiago también. Él no, él no lo hizó. Les gritó que lo habían cagado a trompadas, que no tenía nada que ver con el inicio de la pelea, que no le importaba lo que le hicieran. Sin cuatro dientes y la boca sangrando les dijo que eran una mierda. Pensé que los polis nos mataban en ese preciso momento. Pero fue simple: pura rutina. Nos pidieron los documentos, nos preguntaron qué hacíamos, de qué trabajabamos y nos dijeron que no nos metiéramos en problemas. Tarde para el consejo.

  En la avenida Juan B. Justo los taxis nos esquivaban como leprosos. Nadie nos quería llevar. Tuvimos que pergeñar un pequeño plan para salir del aprieto. El que estaba menos manchado y herido tenía que parar un taxi, los otros dos esconderse; cuando el que estaba menos herido lograra meterse dentro del coche los otros dos monstruos aparecerían y como sea lograríamos llegar hasta el hospital. El menos herido era yo. El pañuelo cubría mi muñeca y con la campera cerrada no se veía mi remera roja de sangre. El plan salió a la perfección, salvo por el enojo del chofer del taxi. Discutimos un poco adentro del auto. Pero alguien le gritó: «Al hospita Fernández, te pagamos el doble»

  En la sala de urgencias del hospital, Santiago y yo estabamos tirados en unas camillas, uno al lado del otro. El hermano no tenía heridas graves; tenía sueño y siguió con el taxi hasta su casa. Mientras a Santiago le cocían un corte en la cara y a mí la muñeca, hablábamos sobre Bowie y la posibilidad de una mala praxis. Le dije en broma: «A la salida del hospital podemos ir a desayunar.» » No creo, por un par de días voy a tener que beber con sorbete». Me causó gracia. No podía causarme otra cosa.

  Nos habíamos quedado con unas pocas monedas. Era domingo a las ocho y media de la mañana. Llamé por teléfono a una de mis mejores amigas y le pedí que nos viniera a buscar con su coche al hospital. Exageradamente vendados parecíamos momias sentados en la calle esperando nuestro ángel de la guarda.  Ella vino y nos retó con cariño. Nos llevó a cada uno a su casa. Mis padres me dijeron de todo, menos bonito. A veces, cuando miro mi cicatriz, pienso que le da un estilo singular a mi vida. Pero es torpemente un corte, nada más. Cosas mucho peores, me pasan a cada momento. Y esas heridas, ¿quién las cura?

4 comentarios

  1. yo sí me acuerdo cómo terminaste en esa fiesta!

    Me gustó mucho. Los dos en la camilla hablando de Bowie…


  2. ya lei varios y este es el que mas me gusto en el general. me gusta tu estilo anecdotario, me siento identificada. buena onda.
    Lau.


  3. YO RECUERDO EL VACÍO DE SANTIAGO Y AÚN HOY, VARIOS AÑOS DESPUÉS, (JURO QUE CONTRA MI VOLUNTAD) NO PUEDO CONTANER UNA AUTÉNTICA RISOTADA!
    CUÁNTO AMOR HABÍA ESA MAÑANA EN EL AIRE!!
    BESO


  4. Tejada Gómez, usted verá, yo no lo conozco y no soy ninguna samaritana, pero sus relatos me inspiran mucha ternura. Sana sana. Y siga escribiendo así de bien.



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