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Dos hombres por Callao

junio 23, 2008

   La noticia nos cayó como la mierda. Como una bomba aniquiladora. Un par de meses sin ver a las personas que querés y de pronto todo se viene abajo: todo se desmorona a una velocidad inconcebible. Rápido y en cámara lenta. Contradicctorio y viceversa. Todo se desmorona. Tarde o temprano, todo se derrumba. Ésa es la primera lección que tendríamos que aprender en las escuelas. Momentos terribles en la vida donde los ejes y patrones de conducta se modifican para siempre y ya nunca uno vuelve a ser el mismo. Ni por error o distracción o suerte. Hay situaciones en la vida que preferiríamos no tener que enfrentar nunca. Nunca. Pero no se puede: a la vida le encanta ponernos todo tipo y clase de obstáculos. Y cuanto más grandes, ridículos e incomprensibles mejor.

       Ellos  se habían dejado de ver por cuatro o cinco meses y al volver a encontrarse las cosas ya no eran las mismas. En todas las relaciones hay baches, vacíos, distancias y olvidos. Y en las relaciones entre amigos, son casi una condición para su propia existencia. Mi padre, había dejado de ver a su mejor amigo, por varios pretextos banales y torpes. Un día tenía que acompañar a mi madre a comprar un lavaropas, otra vez el cansancio y la fatiga, una reunión laboral que dura más de lo previsto, una discusión con los hijos que lo perturba por varios días y bla bla bla. Siempre hay un supuesto motivo digno para ir postergando el encuentro con el viejo amigo. Hasta que un día se decidió y lo fue a ver. Primero nos dijo que había visto rara a la mujer de su amigo: como si estuviera escondiendo un secreto o molesta por algo que él no lograba entender. Por otra parte, el trato de la mujer del amigo de mi padre, no era similar al de tantos años. Ella le dijo que lo esperara sentado en el living, le preguntó si quería un café o alguna otra bebida. Tu amigo, todavía está durmiendo la siesta. Mi padre, después me contó, que le pareció simpático que su amigo durmiera a las siete de la tarde una siesta. Eso es la buena vida, dice que pensó en ese preciso momento. Pero lo dejó de pensar apenas vio salir a su viejo amigo de su cuarto. No era el mismo hombre que él había ido conociendo en todos esos años. No se parecía mucho al recuerdo vivo que tenía mi padre de la última vez que lo había visto. Parecía una caricatura siniestra de quien había sido hasta unos pocos meses atrás. Estaba delgado, muy delgado, ojeroso, con mal aliento, caminaba muy despacio, como si hubiera envejecido de pronto; estaba desganado, vencido, derrotado, aniquilado. Tenía puesto un pijama que daba la impresión de vivir pegado a su cuerpo desde hacía por lo menos dos semanas. Se sentó en un sillón desvencijado, delante de mi padre, y antes de que éste pudiera decir cualquier estupidez o barbaridad –  «estás igual», «te ves como siempre», «¿qué mierda te pasó?», «¿te sentís bien»? – le contó que los médicos le habían detectado cáncer en el hígado, que estaba bastante avanzado y que estaba en lista de espera para un órgano. Mi padre cuenta que cuando escuchó la palabra cáncer todo se presentó de una manera extraña: al principio sintió que era un sueño, después tuvo ganas de irse y no volver nunca más, más tarde se sintió insignificante y torpe: terminó pidiendo permiso para ir al baño y así poder llorar sin que nadie lo viera.  Cuando volvió del baño, su amigo seguía en el sillón esperando: parecía ausente, su mirada se hundía en unos ojos saltones que parecían querer escapar de un rostro que comenzaba a ser otro rostro. El rostro de un muerto en vida.

     Al llegar a nuestra casa, mi padre nos contó desconsolado que su mejor amigo estaba muy enfermo y que muy probablemente no había solución. «Con él, dijo, se va una parte muy importante de mi vida». «Hay hechos muy concretos de mi vida, dijo, que solamente se los he contado a él». «No quiero que se muera, dijo, simplemente no quiero que se muera». Pero a la vida le un importa un carajo lo que uno quiera. Esa noche improvisamos una cena en un restaurante, para distraerlo un poco a mi padre. Y al día siguiente otra cena, en un restaurante que le gusta mucho a mi padre, pero ninguna de las dos cenas prosperaron. Nosotros tampoco estábamos de buen ánimo: no podíamos consolar a nadie porque nosotros mismos estábamos bastante dolidos.

   Los días fueron pasando y la vida entró otra vez en su insulsa normalidad. Es la regla vulgar que mantiene a nuestras existencias al pie de la mendicidad.  Mi padre visitaba cada vez más a su amigo y éste se iba volviendo cada vez más enfermo. Muchas veces, después de sus visitas casi diarias, veía llegar a mi padre destrozado y me preguntaba si él no se iría a enfermar también. Sólo para tener la elegancia de no abandonar a su amigo en ese último momento.

   Pasaron los meses y el amigo de mi padre llamó un domingo para decir que nos pasaba a visitar. Dijo que después de las tres lo pasaba a buscar a mi padre para dar una vuelta por ahí. Yo no sabía que ésa iba a ser la última vez que lo vería.  A las tres semanas falleció en el Hospital Argerich. Yo intuyo que mi padre sabía que su muerte se aproximaba. Minutos antes de que llegara me dijo: «¿Venís con nosotros a dar una vuelta?», me preguntó. «Pero es tu amigo, yo en el medio voy a interrumpir», le contesté. «Vos vení, y dejate de joder», me dijo. Y eso hice: me fui con ellos a tomar algo. La noche anterior yo había salido y tenía todavía una resaca bastante fuerte pero no era motivo para no ir con ellos. Por supuesto, el amigo de mi padre eligió el bar al cual quería ir. Fuimos a un bar en la Av. Sante Fé, que se llama 1234, porque ésa es su numeración. Me acuerdo que ahí, cometí uno de los actos más estúpidos de mi vida. Tenía ganas de beber, de beber algo con alcohol, de beber fuerte y parejo y le dije al amigo de mi padre, verdaderamente convaleciente, si quería tomar una cerveza o un whiksy. Hacía meses que sólo podía tomar jugos o agua. Y yo quería invitarle una cerveza o un whisky. Bastó su mirada moribunda para sentirme idiota, triste e incómodo. Bebí solo, junto a ellos, los escuché hablar y recordar viejas historias. Vi a un hombre que había conocido en la plenitud de su vida consumirse como si fuera un cigarrillo barato. Estuvimos cuatro o cinco horas charlando. Después nos fuimos caminando y al llegar a la Av. Callao nos despedimos. Yo los quería dejar a solas. No estaba bebido pero empezaba a necesitarlo. Sinceramente empezaba a necesitarlo. Entré en un kiosco y me compré una lata de cerveza. Ellos caminaban lentos por Callao. Me quede viéndolos hasta que se perdieron por la Avenida.  Nunca supe a dónde fueron esa noche ni qué hicieron ellos dos. Sí recuerdo que esa noche yo la pase en un bar, recordando cuando era chico y mi padres y su amigo me sacaban a pasear y los hombres se morían solamente en las películas proyectadas en el cine.

2 comentarios

  1. muy bueno este también.


  2. Buenos tus relatos. Aunque este es un poco triste. Me gusta como escribis



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